Aquel dÃa el cielo amaneció pesado, como si presintiera lo que estaba por ocurrir. Las nubes grises se movÃan lentas, casi arrastrándose sobre las montañas, y el aire olÃa a tierra mojada. El pueblo entero habÃa salido a despedir a Don Jacinto, un hombre querido, respetado, y para muchos, casi una figura paternal.
Yo estaba allÃ, entre los vecinos, viendo cómo los hombres cavaban la fosa mientras las mujeres murmuraban oraciones. Los niños, sin comprender del todo, sostenÃan flores que parecÃan demasiado grandes para sus pequeñas manos.
Todo era silencio.
Un silencio grueso, de esos que pesan más que cualquier palabra.
Hasta que… ocurrió.
Primero se escuchó un crujido bajo la tierra. Un sonido extraño, casi como un lamento. Algunos pensaron que eran ramas. Otros, que el suelo estaba húmedo por la lluvia de la noche anterior. Pero no… no era eso.
El crujido se transformó en un estruendo seco.
La tierra tembló.
Uno de los hombres que sostenÃa la cuerda gritó:
—¡Se está hundiendo! ¡Agárrenlo!
Todos corrimos hacia la fosa mientras el suelo comenzaba a abrirse como si respirara. Las paredes de tierra, que deberÃan mantenerse firmes, se derrumbaban a pedazos. El ataúd empezó a inclinarse peligrosamente.
El llanto de la viuda se volvió un alarido.
—¡No permitan que se caiga! ¡Por favor!
Los hombres, desesperados, amarraron cuerdas, metieron las manos, se ensuciaron hasta los hombros. Algunos se arrodillaron dentro del agujero tratando de sostener lo que quedaba de la estructura. Fue una lucha contra el peso, contra la gravedad, contra la sensación de que la tierra misma se resistÃa a aceptar aquel cuerpo.
Y entonces ocurrió lo que nadie esperaba.
La tierra volvió a crujir, pero esta vez no cayó…
Subió.
Como si algo desde abajo empujara.
Un murmullo recorrió el lugar.
Una mujer se persignó.
Otra retrocedió con el rostro desencajado.
—¿Qué está pasando? —susurró alguien detrás de mÃ.
Uno de los hombres, el más viejo, dejó de jalar la cuerda y dijo con voz temblorosa:
—AquÃ… aquà no quiere quedarse.
La frase cayó sobre todos como un balde de agua frÃa.
Algunas personas empezaron a llorar más fuerte, otros se quedaron paralizados. Y fue entonces que la viuda, con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a la fosa como si entendiera algo que los demás no.
—Perdóname, viejo… —murmuró—. Perdóname por lo que no te dije… por lo que te oculté… por lo que debiste saber antes de partir.
El viento sopló de repente, fuerte, estremeciendo las hojas de los árboles. La tierra dejó de moverse. El ataúd quedó suspendido, quieto, como si al fin hubiera recibido la respuesta que esperaba.
Nadie habló durante varios segundos.
Nadie respiró.
Fue como si todo el pueblo hubiera sido testigo de algo que nunca debió ver, algo que pertenecÃa al mundo de lo inexplicable, de lo que no tiene forma ni lógica.
Finalmente, los hombres terminaron de bajar el ataúd, esta vez sin sobresaltos. La tierra aceptó el peso. El silencio volvió a ocupar su lugar. Pero algo cambió… algo quedó en el aire, como una presencia.
Cuando el entierro terminó, muchos se fueron sin mirar atrás. Otros murmuraban que Don Jacinto habÃa querido dar un último aviso. Otros, que su espÃritu no descansarÃa hasta que la verdad —la que fuera que la viuda llevaba guardada— saliera a la luz.
Yo solo sé que ese dÃa, todos los que estuvimos allà entendimos una cosa:
La muerte no siempre es el final.
A veces… solo es el comienzo de algo que aún no comprendemos.
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