El amanecer de aquel día parecía igual a cualquier otro, pero algo en el aire anunciaba una sombra que nadie podía ver. El canto de los pájaros sonaba más tenue, y el viento que golpeaba suavemente las ventanas llevaba consigo un presentimiento que ninguna madre debería sentir jamás.
Ella había despertado temprano, como siempre, para preparar el desayuno de sus cinco hijos. Eran su orgullo, su alegría, su razón de vivir. La casa vibraba cada mañana con risas, pasos pequeños, discusiones infantiles y la música de una familia completa… una familia que ella había levantado con amor, sacrificio y fuerza.
Les llamó uno por uno, y como siempre, aparecieron con los ojos aún soñolientos pero con esa energía que sólo los niños poseen. Se sentaron alrededor de la mesa, bromearon entre ellos, pelearon por el pan, se abrazaron, la besaron antes de salir rumbo a la escuela. Ella los vio partir con ese gesto que repetía cada día: la mano alzada, el corazón lleno.
No imaginaba que sería la última vez.
Las horas pasaron lentamente. La madre estaba ocupada en casa, haciendo las tareas de siempre, pensando en qué cocinaría para la cena, en cómo sorprenderlos ese fin de semana, en las pequeñas alegrías que sólo una mamá puede planear sin que nadie se dé cuenta.
Pero a media tarde, un sonido extraño rompió la calma: primero sirenas a lo lejos, luego un vecino corriendo, luego otro… luego su teléfono vibró con insistencia.
Y el mundo empezó a derrumbarse.
—Hay un incendio… un incendio en la ruta… un vehículo atrapado…
—No es posible… no puede ser… mis hijos no… mis hijos…
Pero la realidad no espera. No tiene piedad.
Cuando llegó al lugar, lo único que encontró fue el humo todavía elevándose al cielo y el silencio devastador de quienes ya sabían la verdad.
Su voz se quebró en mil pedazos mientras buscaba entre los rostros de los rescatistas, suplicando una palabra, una señal, un milagro.
Pero la mirada de uno de ellos —esa mirada que ya lo había visto todo— fue suficiente para destrozarle el alma.
Cinco pequeñas cajas.
Cinco ataúdes pintados con colores, mariposas, héroes favoritos, flores y sonrisas que todavía parecían vivas.
Cinco historias que apenas comenzaban.
Cinco corazones que habían dejado de latir el mismo día.
El funeral fue un acto de amor y de tormento.
La madre, sostenida por familiares que apenas podían cargar el peso de su dolor, se aferraba a cada ataúd como si con sus manos pudiera devolverles el calor.
Gritaba sus nombres una y otra vez, como si pronunciarlos pudiera romper el destino.
El padre, consumido por la culpa y la impotencia, cayó de rodillas frente a las pequeñas cajas alineadas y preguntó al cielo:
—¿Por qué a mí? ¿Por qué a ellos? ¿Por qué todos… el mismo día?
Pero el cielo no respondió.
Solo dejó caer una suave brisa, como si incluso el viento llorara con ellos.
Cada ataúd descendió lentamente a la tierra.
Uno tras otro.
Cinco golpes secos que partieron el corazón de todos los presentes.
Jamás una madre debería vivir algo así.
Jamás un padre debería enterrar a sus hijos.
Jamás una familia debería apagar cinco luces en un solo día.
Pero allí estaban, rodeados de la comunidad entera, tratando de encontrar fuerzas donde ya no quedaba nada.
Dicen que cuando cae la noche, la madre sigue encendiendo cinco velas antes de dormir.
No puede evitarlo.
Es su manera de hablar con ellos.
De sentirlos cerca.
De decirles que el amor no termina en la tierra… que trasciende todo… incluso la muerte.
Dicen que, a veces, entre lágrimas, se sienta frente a sus fotos y les cuenta cómo estuvo su día, como si todos fueran a correr hacia ella en cualquier momento.
Y aunque sabe que no regresarán, algo en su corazón se niega a dejar de esperar.
Porque cuando se pierden cinco hijos el mismo día… el alma no vuelve a ser la misma.
Solo aprende a caminar con heridas que jamás cerrarán, y a amar con una paciencia eterna, esa que solo conocen los corazones que han sido hechos añicos.
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