Erika Morales, la joven que solicitó euta…Ver más
Hay historias que no deberían existir. No porque no merezcan ser contadas, sino porque nunca debieron ocurrir. Historias que duelen incluso antes de ser leídas, porque desde la primera imagen anuncian una verdad insoportable: la vida puede cambiar de un segundo a otro, y no siempre para mejor.
Erika Morales era joven. Tenía una sonrisa fácil, una mirada viva y planes que no alcanzaron a madurar. En las fotos de antes, aparece sentada en una calle tranquila, con ropa sencilla, el cabello largo cayendo sobre los hombros, la calma de quien todavía cree que el futuro es algo que se puede tocar. Nadie, absolutamente nadie, habría imaginado que esa misma joven terminaría atrapada en un cuerpo que dejó de responderle.
La tragedia no siempre llega con ruido. A veces llega disfrazada de un día normal. Un instante. Un accidente. Un error. Y de pronto, todo se rompe.
El cuerpo de Erika quedó inmóvil. No fue una enfermedad progresiva que diera tiempo a despedidas lentas. Fue un golpe seco, brutal, definitivo. Despertar y no poder moverse. Intentar hablar y no lograrlo como antes. Sentir el mundo desde una cama, mientras la vida seguía ocurriendo afuera.
Al principio, la esperanza se aferra con uñas y dientes. La familia promete estar ahí. Los médicos hablan de procesos, de paciencia, de adaptación. Se aprende a vivir con tubos, con máquinas, con rutinas que ya no tienen nada de normal. Se aprende a depender. A pedir ayuda para todo. Incluso para lo más básico, lo más íntimo, lo más humano.
Pero lo que nadie te explica es el cansancio del alma.
Erika sonreía en algunas fotos, incluso con las marcas visibles en su cuello, con los dispositivos que la mantenían con vida. Sonreía para no preocupar. Sonreía para no ser una carga emocional. Sonreía porque, a veces, es lo único que te queda para proteger a quienes amas.
Sin embargo, por dentro, la batalla era otra.
No es solo el dolor físico. Es la pérdida de autonomía. La imposibilidad de abrazar sin ayuda. De caminar. De decidir. Es mirar el techo durante horas y pensar en todo lo que ya no volverá. En lo que eras. En lo que soñaste. En lo que te arrebataron sin pedir permiso.
El tiempo, lejos de curar, a veces profundiza la herida.
Los días se vuelven iguales. Las noches eternas. El cuerpo está vivo, pero la vida ya no se siente como vida. Y entonces aparece una pregunta que muchos no quieren escuchar, pero que algunos se atreven a formular: ¿hasta cuándo?
Erika la formuló.
No desde el impulso. No desde la desesperación momentánea. Sino desde una reflexión larga, dolorosa, silenciosa. Pensó en su familia. Pensó en su madre. Pensó en el amor que recibía y en el amor que sentía que ya no podía devolver de la misma manera. Pensó en el futuro que no llegaría. En la dignidad. En el cansancio.
Solicitar la eutanasia no fue un acto de cobardía, como algunos juzgan desde la comodidad de sus cuerpos sanos. Fue, para ella, un acto de honestidad brutal. Decir: “No quiero seguir así”. Decir: “Este no es el final que deseo”. Decir: “Mi vida merece algo más que solo existir”.
Y entonces vino el juicio público.
Opiniones. Comentarios. Gente que nunca estuvo en su lugar hablando de fe, de esperanza, de aguantar. Gente que jamás pasó una noche conectada a una máquina diciendo que “todo se puede”. Como si el dolor ajeno fuera una teoría y no una experiencia real.
Pero nadie puede habitar el cuerpo de otro.
Nadie puede medir el sufrimiento que no siente.
Erika no pidió morir porque no amara la vida. La pidió porque la había amado lo suficiente como para saber cuándo ya no era vida. Porque entendió que vivir no es solo respirar, sino poder decidir, sentir, moverse, soñar.
En una de las imágenes más duras, aparece junto a una torta de cumpleaños. Rodeada de amor. Rodeada de sonrisas que intentan tapar el miedo. Celebrar un año más cuando el cuerpo ya no acompaña es un acto profundamente contradictorio. Se agradece estar… pero se sufre cómo se está.
Y aun así, ella seguía siendo ella. Joven. Presente. Consciente.
La historia de Erika no es solo sobre eutanasia. Es sobre dignidad. Sobre el derecho a decidir. Sobre la crueldad de obligar a alguien a quedarse cuando quedarse es dolor constante. Es sobre escuchar al otro sin imponer nuestras creencias como verdades absolutas.
Al final, lo más duro no es aceptar su decisión.
Lo más duro es aceptar que nadie debería llegar a ese punto.
Que una joven tenga que pedir morir para dejar de sufrir es una falla de todos. De los sistemas, de las sociedades, de quienes prefieren mirar hacia otro lado cuando el dolor incomoda.
Erika Morales no quería ser un símbolo. Quería ser libre. Libre incluso de su propio cuerpo. Libre del sufrimiento que ya no podía cargar.
Su historia queda.
Su nombre queda.
Su decisión queda.
Y ojalá también quede la reflexión.
Porque antes de juzgar, hay que escuchar.
Antes de opinar, hay que comprender.
Y antes de hablar de vida, hay que preguntarse qué significa realmente vivir.
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