Era de esas jóvenes que caminan rápido, hablan fuerte cuando están felices y bajito cuando tienen miedo, pero siempre encuentran la forma de sonreír incluso cuando el mundo parece demasiado pesado. Su nombre resonaba en su hogar como un rayo de luz, la hija que siempre ayudaba, la amiga que nunca fallaba, la muchacha que soñaba con viajar y estudiar enfermería para “hacer sentir seguros a los demás”.
Nunca imaginó que sería ella quien necesitaría toda la seguridad del mundo.
Aquel día empezó como cualquier otro. Un leve dolor en el brazo, una sensación extraña, un malestar que ella pensó que pasaría con descanso, pero que, poco a poco, fue creciendo como una sombra silenciosa que subía desde la muñeca hasta el hombro. Su madre insistió en llevarla al hospital. Ella, como siempre, restó importancia, pero aceptó cuando el hormigueo se convirtió en un ardor casi insoportable.
Al llegar, la sala estaba llena.
Pacientes esperando, murmullos, olor a desinfectante, pasos rápidos de enfermeras que trataban de cubrir todo.
La atendieron rápido, le tomaron signos vitales, le hicieron preguntas que respondía con calma, aunque por dentro empezaba a sentir un miedo que no quería mostrar.
—Vamos a canalizarte —dijo una enfermera, buscando su vena con la luz fría del pasillo.
Ella asintió.
Respiró hondo.
Cerró los ojos.
Pero algo no salió bien.
Primero sintió un pinchazo común, luego un ardor que parecía quemarle por dentro. Su brazo comenzó a ponerse tenso, morado, rígido. Un dolor punzante la hizo abrir los ojos con un gesto de alarma.
—Algo está mal —susurró.
La enfermera revisó la aguja, pero ya era tarde. El medicamento no había entrado en la vena… sino en el tejido. Su brazo empezó a inflamarse, a cambiar de color, a perder movilidad en cuestión de minutos. Ella intentó mover los dedos y no pudo.
—Mamá… no siento la mano… —dijo con la voz quebrada.
Su madre corrió a llamar a un médico, desesperada.
Llegó uno, luego otro.
Intentaron revertir el daño, aplicaron compresas, elevaron el brazo, evaluaron la circulación.
Pero el deterioro avanzaba con una velocidad aterradora.
Lo que había comenzado como una simple canalización se había convertido en una emergencia que nadie esperaba.
La trasladaron a una cama.
Ella respiraba con dificultad, no por falta de aire, sino por el miedo que se apoderaba de su pecho.
Su madre le acariciaba el cabello una y otra vez, susurrándole que todo estaría bien, aunque ni siquiera ella lo creía.
La muchacha cerró los ojos.
Imaginó sus planes, sus sueños, su futuro.
Imaginó el diploma que quería colgar en la pared, los viajes que soñaba hacer, la vida que deseaba construir.
Pero el dolor volvió a traerla a la realidad.
—¿Voy a perder el brazo? —preguntó, con lágrimas silenciosas.
Los médicos no respondieron.
Y ese silencio fue la peor respuesta.
Las horas se hicieron eternas.
La inflamación llegó al hombro, su color no era normal, y cada minuto contaba. Una ambulancia llegó para trasladarla a otro hospital con especialistas. Ella apenas podía hablar. Su madre, al borde del colapso, iba a su lado sujetando su mano fría, repitiendo oraciones que ni siquiera recordaba haber aprendido.
La joven quería ser fuerte.
Quería decirle a su madre que no se preocupara.
Quería prometer que saldría adelante.
Pero el dolor era demasiado, el miedo era enorme, y sus párpados se vencieron mientras el vehículo atravesaba la ciudad.
Dicen que antes de dormirse por completo, alcanzó a decir algo:
—Mamá… si algo me pasa, por favor no dejes que mis sueños mueran contigo…
Su madre rompió a llorar, porque entendió que su hija ya presentía que la vida estaba cambiando para siempre.
La historia no terminó ahí.
Lo que ocurrió después con su brazo, con su salud, con su destino… marcó para siempre a su familia, a su comunidad y a cualquiera que escuchó su caso.
Porque un simple procedimiento, en cuestión de minutos, puede cambiar una existencia entera.
Y nadie, absolutamente nadie, está preparado para ver cómo el futuro se transforma en incertidumbre en tan solo un instante.
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