Don Hilario siempre fue de caminar despacio, como si cada paso cargara un recuerdo que pesaba más que el anterior. En el pueblo todos lo conocían: un hombre noble, silencioso, de mirada cansada pero de corazón inmenso. Se apoyaba en su bastón blanco no por vejez, sino porque los años y la vida le habían robado fuerza, pero jamás dignidad.
Sus vecinos decían que lo veían pasar cada tarde por el mismo camino, siempre murmurando el nombre de su hijo: “Mateo… Mateo…”. Era como una oración, como un eco que se negaba a desaparecer. Mateo había partido a la ciudad hacía muchos años, prometiendo volver en cuanto encontrara trabajo. Pero la vida, esa que tantas promesas rompe, lo arrastró lejos hasta terminar borrando su rastro.
Don Hilario esperaba.
Esperaba aunque no tuviera noticias.
Esperaba aunque el silencio le pesara más que la soledad.
Esperaba aunque sus manos temblaran con el frío de los años.
Una mañana, simplemente no regresó a su pequeña choza.
Y el pueblo entero se alarmó.
Se organizaron grupos, se recorrieron veredas, se preguntó casa por casa. Todos sabían que don Hilario no tenía enemigos, que no era hombre de pleitos ni de problemas. Era solo un padre que seguía sosteniendo la esperanza como quien sostiene una vela en medio de la tormenta.
Pasaron los días.
Y cada uno dolía un poco más.
Hasta que un joven que volvía del campo lo vio: recostado al borde de un muro de adobe, cubierto de tierra como si la naturaleza misma hubiera querido arrullarlo en su último descanso. Su bastón seguía a su lado, fiel como siempre. Su sombrero reposaba a pocos centímetros, caído como un testigo mudo.
No hubo gritos.
Solo un silencio pesado, desgarrador, que cubrió a todos los presentes.
Parecía dormido. Pero su cuerpo ya no respondía a nada terrenal. Los médicos dijeron que su corazón simplemente se había rendido, agotado después de tantos años de esperar lo que nunca llegó.
El pueblo lloró.
Y el nombre de Don Hilario resonó entre las calles con una mezcla de tristeza y respeto.
Días después, entre las pocas pertenencias que guardaba en un saco viejo, encontraron una carta arrugada. Apenas se podía leer, pero las primeras líneas decían:
“Hijo, si un día vuelves y no me encuentras… búscame donde sopla el viento. Allí estaré esperándote.”
Mateo nunca regresó.
Pero Don Hilario nunca dejó de hacerlo.
Porque incluso en su última caminata, él seguía siendo un padre buscando a su hijo.
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