Él se encontraba en su casa jugando, pero nunca imaginó que ellos llegarían a…Ver más

Él se encontraba en su casa jugando, pero nunca imaginó que ellos llegarían a…Ver más

La tarde parecía una más. De esas que no dejan huella, que pasan sin anunciarse, que se confunden con tantas otras. Él estaba en su casa, sentado donde siempre, con el teléfono en la mano y el mundo reducido a una pantalla. Jugaba para distraerse, para matar el tiempo, para olvidar por un rato las preocupaciones pequeñas que creía grandes. Afuera, el día avanzaba con normalidad, y nada —absolutamente nada— le advirtió que ese sería el último momento de calma.

En la casa se respiraba rutina. Alguna voz lejana, el sonido de un televisor encendido en otra habitación, el murmullo constante del barrio que nunca duerme del todo. Él sonreía de vez en cuando, concentrado, sin saber que esa sonrisa pronto se convertiría en recuerdo. No había miedo, no había urgencia. Solo la tranquilidad ingenua de quien cree que está a salvo entre cuatro paredes conocidas.

Pero la noche, como tantas veces, llegó sin pedir permiso. Y con ella, llegaron pasos. Voces desconocidas. Presencias que no pertenecían a ese espacio. Nadie tocó con suavidad. Nadie preguntó. El golpe seco en la puerta rompió la quietud como un trueno. El corazón se aceleró antes de que la mente pudiera entender. El juego quedó abierto, olvidado, suspendido en un tiempo que ya no volvería.

“¿Quién es?”, quizá pensó. O quizá no hubo tiempo ni para eso. Porque hay momentos en los que el cuerpo entiende el peligro antes que la razón. El aire se volvió pesado. Cada segundo se estiró, cruel, interminable. Y entonces ellos llegaron. No como visitas. No como amigos. Llegaron como llegan las noticias que cambian una vida: sin aviso y sin piedad.

Lo que ocurrió después se cuenta en fragmentos, en versiones rotas, en susurros que nadie logra unir del todo. Gritos que despertaron a los vecinos. Una confusión rápida. El sonido de algo cayendo al suelo. Pasos que se alejan tan rápido como llegaron. Y luego, el silencio. Ese silencio brutal que deja claro que algo irreparable acaba de suceder.

Minutos después, la casa ya no era la misma. Las luces encendidas no daban calor, solo iluminaban la ausencia. Afuera, la gente comenzó a reunirse, primero por curiosidad, luego por preocupación, y finalmente por dolor. Nadie quería creerlo. “Estaba aquí”, decían. “Hace un rato estaba bien”. Las frases se repetían como si al decirlas pudieran deshacer lo ocurrido.

La noticia corrió más rápido que cualquier explicación. El barrio entero quedó paralizado. Madres abrazando a sus hijos con más fuerza de lo habitual. Amigos llegando con el rostro desencajado, negando con la cabeza, buscando una respuesta que no existía. ¿Cómo pudo pasar? ¿Por qué él? ¿Por qué así?

La imagen de su rostro comenzó a circular, acompañada por un lazo blanco que gritaba luto sin palabras. Una sonrisa joven, una mirada tranquila, ahora convertidas en símbolo de una ausencia que dolía demasiado. Nadie hablaba de errores ni de culpas en voz alta. Solo se respiraba incredulidad. Porque él no estaba en la calle. No estaba buscando problemas. Estaba en su casa. Jugando. Viviendo.

La noche se llenó de murmullos y llanto contenido. Las patrullas llegaron, las preguntas también, pero ninguna fue suficiente. Los uniformes se movían entre la gente, tomando notas, mirando el suelo, mientras el dolor seguía creciendo sin control. Para quienes estaban allí, el tiempo se había detenido justo en ese instante en que todo se rompió.

Con el paso de las horas, el lugar se transformó en punto de reunión. Velas encendidas. Abrazos largos. Miradas perdidas. Personas que quizá no lo conocían bien, pero que sentían la pérdida como propia. Porque cuando la violencia entra en una casa, no afecta solo a una familia: sacude a todos, rompe la idea de seguridad, deja una herida colectiva.

Los recuerdos comenzaron a salir a flote. “Era tranquilo”. “Siempre saludaba”. “Tenía sueños”. Historias pequeñas, cotidianas, que ahora cobraban un peso enorme. Cada anécdota era una forma de mantenerlo presente, de negarse a aceptar que ya no volvería a cruzar esa calle, que ya no respondería un mensaje, que ya no terminaría esa partida que quedó inconclusa.

Y en medio de todo, la pregunta que nadie se atreve a responder: ¿en qué momento dejamos de estar seguros incluso en casa? ¿En qué punto la normalidad se volvió tan frágil que puede romperse con una sola visita inesperada?

Esa noche, muchos volvieron a sus hogares con miedo. Cerraron puertas con más cuidado. Miraron a sus hijos dormir por más tiempo. Pensaron en él, en lo injusto, en lo absurdo. Porque podría haber sido cualquiera. Porque no hizo nada para merecerlo. Porque la vida, a veces, se apaga en el lugar donde uno cree estar protegido.

Hoy, su imagen sigue ahí. Rodeada de gente, de silencio, de dolor. Un rostro joven que no debería estar asociado al luto. Una historia que empezó como cualquier tarde común y terminó convertida en tragedia. Y mientras el barrio intenta seguir adelante, algo quedó claro para todos: hay despedidas que nunca se anuncian, y hay puertas que, cuando se abren, ya no pueden cerrarse igual.

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