🌿 En Sinaloa un joven construyó su casa en lo alto de un árbol… Ver más
Miguel Aranda siempre había sido “el raro” del rancho. No porque fuera malo, ni problemático, ni distante… sino porque desde niño tenía un modo único de mirar el mundo. Mientras otros soñaban con autos, trabajos o viajes, Miguel soñaba con silencio, con aire limpio, con un lugar donde pudiera escuchar cómo respira la vida cuando nadie la interrumpe.
A los 24 años, cansado del ruido, la presión y la tristeza que le dejaba una ciudad que nunca sintió suya, tomó una decisión que pocos entenderían: irse solo al monte, a un pedazo de tierra olvidado en Sinaloa. No tenía dinero, ni materiales, ni ayuda. Solo dos manos tercas y un corazón que por fin quería sentirse en paz.
Los vecinos, al enterarse, dijeron que estaba loco.
Había quienes se burlaban:
—¿Una casa en un árbol? ¿Qué sigue? ¿Comunicarse con ardillas?
Pero Miguel no escuchaba. Esa misma tarde, recogió ramas, palos secos, pedazos de lámina vieja y cuerdas que otros habían tirado. El trabajo duró semanas. Dormía bajo las estrellas, comía lo que podía, y se despertaba cada día con una fuerza que no sabía que tenía.
Hasta que, un amanecer nublado, después de poner la última cuerda, Miguel se bajó del árbol, dio unos pasos atrás y vio su creación.
Una casita suspendida en lo alto, como si él mismo hubiera construido un pedacito de cielo.
La entrada estaba cubierta de ramas entrelazadas, como si la naturaleza lo hubiera abrazado. Adentro, había un pequeño colchón, una silla vieja, una mesa hecha de tablas rescatadas del basurero. Todo humilde, todo simple… pero suyo.
Muy suyo.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Miguel descubrió que el viento tiene distintos tonos según la hora del día. Aprendió a cocinar con lo que el monte ofrecía. Reinventó su vida, lejos del juicio y cerca del silencio.
Una tarde, una pareja que caminaba por la zona vio humo salir de una fogata. Con curiosidad se acercaron y quedaron sorprendidos al ver la casita arriba del árbol, firme, sólida, preciosa a su manera. Grabaron un video. Lo subieron a internet.
En menos de 24 horas, la historia de Miguel Aranda había llegado a miles de personas.
Muchos se emocionaron.
Otros se inspiraron.
Y algunos, los mismos que antes lo llamaban “loco”, empezaron a decir que tal vez siempre lo habían admirado.
Cuando le preguntaron por qué lo hizo, él solo respondió:
—Porque un hombre también necesita un refugio para el alma. Y a veces, ese refugio no está en una casa grande, sino en algo pequeño… pero honesto.
Con el tiempo, personas de todo México viajaron para conocerlo, para escuchar su historia, para aprender a vivir con menos ruido y más corazón. Pero Miguel seguía siendo el mismo: humilde, tranquilo, agradecido.
Y cada noche, antes de dormir, repetía la frase que lo había llevado hasta ahí:
—La vida no siempre necesita lujo. A veces solo necesita altura.
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