Mujer viuda con 3 hijas salva a un Apache solitario en un granero… y le cambia la vida.…Ver más

Mujer viuda con 3 hijas salva a un Apache solitario en un granero… y le cambia la vida.
Era una viuda pobre con tres hijas que luchaba por sobrevivir, pero cuando encontró a un apache moribundo en su granero, nunca imaginó que ese momento cambiaría sus vidas para siempre. En las áridas tierras de Nuevo México, donde el sol castigaba sin piedad y el viento llevaba promesas rotas, vivía Iris Morales en una cabaña de adobe que se desmoronaba como sus sueños.
A los 32 años, esta mujer de ojos color miel y manos curtidas por el trabajo había conocido más dolor que muchos en toda una vida. Su esposo, Miguel, había muerto dos años atrás en un accidente mientras transportaba ganado, dejándola sola con tres hijas pequeñas y deudas que crecían como maleza en el desierto.
Las niñas, Carmen de 12 años, Rosa de 9 y la pequeña Lupita de seis habían aprendido a vivir con el estómago vacío y los zapatos rotos. Iris trabajaba desde antes del amanecer hasta después del anochecer, lavando ropa para las familias acomodadas del pueblo, cosiendo hasta que sus dedos sangraban y vendiendo los pocos vegetales que lograba cultivar en su pequeño huerto con agua escasa.
Los vecinos del pueblo la miraban con una mezcla de lástima y desprecio. “Esa mujer debería volver con su familia en México”, susurraban las señoras cuando la veían pasar por la plaza principal cargando canastas de ropa sucia que pesaban más que sus propias hijas. “No tiene manera de mantener a esas niñas sola. Es una vergüenza verlas tan delgadas y desaliñadas.” Pero Iris tenía un orgullo silencioso que se negaba a quebrar.
Cada noche, después de acostar a sus hijas con cuentos inventados para distraerlas del hambre, se sentaba en el pequeño porche de su cabaña y miraba las estrellas, prometiéndose que encontraría una manera de darles una vida mejor. Su abuela le había enseñado que las mujeres fuertes no se rinden, que encuentran fuerza donde otros ven imposibilidad.
Una mañana de octubre, cuando el aire comenzaba a enfriarse y las pocas cosechas del año habían terminado, Iris se dirigió al granero abandonado que quedaba a media milla de su casa. El edificio de madera había pertenecido a los antiguos dueños de la Tierra y aunque ahora estaba en ruinas, a veces encontraba herramientas oxidadas o pedazos de metal que podía vender en el pueblo. El granero olía eno viejo y madera podrida.
Los rayos de sol se filtraban entre las tablas sueltas, creando patrones de luz y sombra en el suelo cubierto de polvo. Iris caminaba cuidadosamente, atenta a las serpientes y ratas que podían esconderse entre los escombros. Fue entonces cuando vio algo que hizo que su corazón se detuviera, una figura humana inmóvil en la esquina más oscura del granero. Al principio pensó que había encontrado un cadáver.
El hombre yacía de costado con el cabello largo y negro extendido sobre el rostro, vestido con ropas de cuero que habían conocido mejores días. Su piel bronceada estaba pálida y una mancha oscura de sangre seca manchaba su camisa en el costado derecho. Iris se acercó lentamente, su instinto maternal peleando contra el miedo primitivo.
Cuando se arrodilló junto a él, pudo ver que aún respiraba, aunque débilmente. Era un hombre joven, tal vez de 30 años, con facciones fuertes y cicatrices que hablaban de una vida dura. Por su apariencia y vestimenta era claramente un apache, uno de los guerreros que los colonos temían y odiaban en partes iguales. Encontrarlo aquí en territorio mexicano significaba que probablemente era un fugitivo.
Iris sabía que debería alejarse, buscar al alguacil, dejar que otros lidien con este problema. Los apaches eran considerados salvajes peligrosos, enemigos de la civilización. Ayudar a uno podría significar problemas con las autoridades o peor aún poner en peligro a sus hijas.