Padre instala CÁMARA en el cuarto de su hija tras decir que recibió la VISITA de un HOMBRE EXTRAÑO…..
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El padre escucha a la hija hablar con un hombre en su habitación e instala una cámara oculta en la habitación de la niña para averiguar quién es, pero lo que ve le deja de rodillas en el suelo.
Eran casi las 10 de la noche cuando Roberto puso a dormir a su hija Sofía.
—Es hora de acostarse, cariño —dijo el padre con una suave sonrisa mientras colocaba la manta alrededor de Sofía.
La niña lo miró con ojos grandes y brillantes, ya soñolientos, y preguntó:
—Papá, ¿mañana es día de ir al hospital otra vez?
Roberto suspiró.
Esa pregunta siempre llegaba, y él siempre tenía que responder, incluso cuando la respuesta lo molestaba por dentro.
—Sí, mi amor.
Tenemos que irnos, es importante para ti seguir fuerte.
Sofía hizo una carita de desánimo, pero estuvo de acuerdo.
—Ojalá mamá pudiera venir con nosotros también… ¿crees que extraña?
—Estoy seguro que sí, mi amor.
Ella está allá en el cielo cuidando de ti desde lejos —respondió él, tratando de mantener la voz firme.
Cada vez que tenían que ir al hospital, Sofía recordaba a su madre Angelina,
y para Roberto era como una puñalada en el corazón.
Habían pasado cuatro años desde que su esposa se había ido, después de haber luchado contra la leucemia,
la misma enfermedad que ahora traía una nube de oscuridad y tristeza a la vida de la pequeña Sofía.
—Buenas noches, papá —murmuró Sofía, cerrando los ojos lentamente.
—Buenas noches, princesa, que los ángeles te cuiden —dijo él, inclinándose para darle un besito en la frente antes de apagar las luces y salir de la habitación.
Cuando cerró la puerta, Roberto soltó un largo suspiro.
Esa rutina lo estaba matando.
Cada día era una lucha para mantener la fuerza, para ser el apoyo que Sofía necesitaba.
Pero por la noche, cuando ella dormía, era cuando él podía finalmente bajar su guardia
y sentir el peso de todo lo que llevaba.
En la sala, el papeleo esparcido por la mesa lo esperaba.
Eran procesos de clientes que necesitaba analizar y plazos que no podía dejar de cumplir,
incluso con los pensamientos en otro sitio debido a los problemas de su vida personal.
Su trabajo de abogado no podía esperar.
Después de todo, las facturas tampoco lo hicieron.
El apartamento todavía estaba en caos: cajas apiladas en las esquinas, ropas esparcidas por todos lados y libros tirados sobre la estantería.
Se habían mudado a ese apartamento en el centro hace una semana, así que estarían más cerca del hospital.
El sitio no era grande ni cómodo, pero era lo que podían pagar.
Roberto se echó a la silla con un suspiro y tomó uno de los documentos.
Él estaba tratando de concentrarse, pero su mente estaba girando, recordando los momentos en que Angelina todavía estaba viva.
Eran felices, jóvenes, llenos de planes que nunca se hicieron realidad.
El abogado nunca imaginó que acabaría viudo tan pronto, cuidando solo a su hija con la misma enfermedad que llevó a su esposa.
Roberto se sentía mal, abandonado, traicionado.
—Si Dios existiera, no lo haría con una niña inocente —murmuró ahí mismo, casi como si estuviera esperando una respuesta.
Pero el silencio era lo único que le rodeaba.
Se pasó la mano por el pelo, cerró los ojos por un momento y trató de concentrarse.
Necesitaba trabajar, necesitaba ganar dinero.
No tenía tiempo para la autocompasión, tenía que dar lo mejor de sí por Sofía.
Y entonces algo pasó.
El reloj marcaba casi las 2 de la madrugada cuando Roberto oyó algo que lo hizo parar de trabajar.
Era un sonido bajo, pero lo suficientemente claro, viniendo de la habitación de Sofía.
Era la voz de la niña.
Él frunció el ceño, confundido.
—¿Está hablando sola? —pensó.
Aunque nunca había oído a la niña hablar mientras dormía.
Pero mientras escuchaba, notó algo que lo hizo congelar: había otra voz.
Una voz masculina.
Roberto se levantó rápidamente y corrió hacia la habitación de su hija con el corazón acelerado.
Era imposible, solo había ellos allí.
Entonces, ¿con quién estaba hablando Sofía?
El padre se detuvo ante la puerta de la habitación de la hija y dudó un rato.
Las voces se habían detenido, el silencio que quedó era inquietante.
Entonces, tomando coraje, abrió la puerta de una vez.
Lo que vio le dejó completamente confundido: Sofía dormía tranquilamente, acurrucada bajo la manta.
Nada estaba desarreglado, excepto la ventana, que estaba abierta, dejando entrar una brisa fría que balanceaba las cortinas.
Todo estaba extrañamente en orden.
Roberto entró silenciosamente, mirando alrededor con cuidado.
Buscó dentro del armario, debajo de la cama, pero no había nadie allí.
Todo estaba normal.
Se acercó a la ventana, frunciendo el ceño.
Estaba seguro de que la había cerrado antes de poner a Sofía a dormir.
Cerró la ventana de nuevo, asegurándose de que estaba bien cerrada esta vez, y echó otro vistazo a la habitación.
Sofía dormía pacíficamente, ajena a la inquietud del padre, que pasaba la mano por la cara tratando de alejar el malestar.
—Qué locura… seguro que oí voces… debo estar cansado, mejor ir a acostarme —dijo a sí mismo.
Apagó la luz y cerró la puerta con cuidado, antes de dirigirse a su propia habitación.
Pero mientras Roberto se acostaba, no podía librarse de la sensación de que algo estaba mal.
Las voces que oía, o mejor dicho, pensaba que había oído, resonaban en su mente.
Trató de alejar el pensamiento.
Era solo cansancio, tenía que ser.
Pero aquel pobre padre no sabía que ese era solo el principio, y que algo más grande estaba a punto de suceder, algo que nunca podría haber imaginado.
La alarma sonó temprano al día siguiente, y Roberto se despertó aún cansado.
La noche anterior parecía borrosa, apenas recordaba haber oído voces en la habitación de Sofía,
y esa mañana tampoco tuvo tiempo para pensarlo: pronto tendría que llevar a Sofía al hospital para otra cita médica.
El padre suspiró, sintiendo el peso de esa rutina, y fue hasta la habitación de la hija para despertarla.
—Buenos días, princesa —dijo, tratando de forzar una sonrisa mientras le daba un leve sacudida en el brazo.
Sofía abrió los ojos lentamente, estirando sus brazos y sonriendo.
—¿Ya, papá?
—Sí, mi amor.
Vamos a ver al doctor Fabián de nuevo, levántate, cariño.
La niña, siempre obediente, fue a arreglarse mientras su padre organizaba rápidamente algunas cosas para la cita.
A pesar de los esfuerzos para mantener una expresión serena, su corazón estaba inquieto: temía lo que el médico iba a decirles.
Llegaron al hospital poco tiempo después.
Mientras Sofía estaba jugando con otros niños que eran pacientes, Roberto entró en el consultorio.
El médico tenía un semblante serio y Roberto sintió un escalofrío.
—Roberto, tengo que ser honesto —le dijo el médico, arreglando su postura en la silla—.
Los últimos exámenes muestran que Sofía dejó de responder a los tratamientos.
La leucemia ha avanzado y, desafortunadamente, no podemos hacer nada más que hacerla sentirse cómoda.
Esas palabras cayeron como una pesada piedra en el corazón de Roberto.
Él se quedó sin reacción por un momento, trató de encontrar alguna esperanza en la expresión del médico,
pero no había nada.
Solo tristeza.
—¿Cuánto… cuánto tiempo? —el padre le preguntó, tartamudeando.
El doctor Fabián suspiró, moviendo la cabeza.
—Yo diría… como mucho un mes.
Use ese tiempo para estar con ella, hacer cosas que le gusten.
No hay necesidad de más citas, solo búsqueme si siente dolor.
Roberto salió del consultorio en completo shock.
Quería gritar, llorar, cuestionar el mundo y los cielos por tal crueldad,
pero todo lo que pudo hacer fue caminar hasta donde jugaba Sofía.
La vio jugando con una muñeca, con una sonrisa tan dulce que le dolía el pecho.
¿Cómo podría decirle a su hija sobre el poco tiempo que le quedaba?
¿Y por qué justo ella, su hijita tan inocente?
—Vamos a tomar un helado, princesa —dijo, tratando de ignorar el nudo en su garganta.
—¡Helado, helado! —ella tarareaba animada.
Fueron a una pequeña heladería cerca del hospital,
y mientras Sofía disfrutaba de su helado, Roberto intentaba contener las lágrimas.
Tenía que ser fuerte, pero se estaba desmoronando por dentro.
Finalmente respiró profundamente y dijo:
—Sofía, mi princesa… tengo que decirte algo —comenzó, sosteniendo su pequeña mano.
La niña lo miró con curiosidad, sin entender la gravedad del momento.
—¿Sabes que mamá está en el cielo, verdad? Cuidándote.
Ella le respondió con una leve sonrisa:
—Sí, lo sé, papá.
Roberto se lo tragó seco.
—Entonces… pronto encontrarás a mamá.
Ella estará muy feliz de verte…
y yo te encontraré más tarde, cuando sea mi turno.
Sofía parpadeó, como si estuviera procesando las palabras,
pero no parecía conmovida; al revés, estrechó la mano de su padre y dijo con una voz tranquila:
—No tienes que llorar, papá.
Voy a ver a mamá, pero ahora no… todavía no.
Su calma sorprendió a Roberto.
¿Cómo podía estar tan tranquila?
¿Y cómo podía ella estar tan segura?
Él, por otro lado, estaba en pedazos.
—¿Cómo sabes eso, mi princesa? —preguntó con voz vacilante.
Sofía sonrió, como si la respuesta fuera obvia.
—Mi amigo me lo dijo.
Vino a visitarme anoche y me dijo que ibas a decirme esto hoy, papá.
Pero también me dijo que todo va a estar bien.
El corazón de Roberto casi se detuvo.
El recuerdo de las voces que escuchó en la habitación de Sofía la noche anterior volvió a su mente
tan rápidamente como si un rayo lo hubiera golpeado.
Su sangre se congeló.
—¿Qué amigo, Sofía? ¿Quién te dijo eso?
—No puedo decirte, papá.
Me pidió que no lo hiciera, aún no es el momento.
Pero vino a hablar conmigo antes de dormir.
Dijo que no tienes que estar triste, porque todo va a salir bien.
Roberto se quedó callado.
No podía entender lo que estaba pasando, pero una cosa era cierta:
alguien, de hecho, estuvo en la habitación de su hija.
Y él necesitaba descubrir quién era este misterioso amigo, y quizás peligroso.
Tan pronto como salieron de la heladería, el abogado hizo una parada rápida en un pequeño comercio electrónico
y compró una pequeña cámara, sin pensar en el precio.
Cuando llegaron a casa, Roberto fue directo a la habitación de Sofía.
Instaló la cámara en una esquina, donde se podía ver toda la habitación.
Por lo tanto, quien sea que visitó a su hija la noche anterior, si volviera, Roberto lo sabría.
A pesar de todo el misterio, Roberto estaba devastado.
Sabía que ese era el principio del fin.
En un mes no tendría más a su pequeña hija.
Era como revivir la pesadilla de perder a Angelina… pero esta vez fue aún peor.
No sabía cómo iba a soportar vivir en un mundo sin sus dos amores.
Entonces decidió que, si tendría poco tiempo, haría que cada día valiera la pena.
El resto de ese día fue dedicado exclusivamente a Sofía:
vieron películas de Disney, jugaron a las princesas y tomaron té con peluches.
Cada sonrisa de la hija era como un rayo de sol para el corazón roto del padre,
y todo lo que quería era llevar ese momento para siempre.
Luego era hora de dormir.
Roberto la llevó a la cama, pero no quería salir de la habitación.
Sentía que cada “Buenas noches” podía ser la última vez que hablaba con su hija.
—Buenas noches, papá —dijo Sofía, dormida.
—Buenas noches, mi princesa.
Yo te amo —respondió él, dándole un besito en la frente.
Salió de la habitación, pero su corazón no quería descansar.
Fue a la sala, abrió el portátil y accedió a la transmisión en vivo de la cámara.
No sabía lo que esperaba ver, pero sentía que algo estaba a punto de suceder.
Se sentó en el sofá, con los ojos fijos en la pantalla, esperando.
El reloj marcaba casi la medianoche y la imagen mostraba a Sofía durmiendo tranquilamente.
El apartamento estaba silencioso, excepto por el leve sonido de su respiración.
Pero Roberto seguía mirando, como si supiera que el misterio estaba a punto de revelarse.
Y él tenía razón: lo que sucedería cambiaría su vida para siempre.
Después de unas horas mirando la pantalla del portátil, el cansancio era demasiado.
Roberto parpadeó lentamente, tratando de mantener los ojos abiertos,
pero su mente agotada lo traicionó: por un momento se quedó dormido.
Un sonido lo despertó.
Eran voces.
Él abrió los ojos y se levantó asustado.
Miró a su portátil y, para su sorpresa o quizás desesperación, la cámara había dejado de funcionar.
La pantalla se apagó.
—Pero… pero estaba funcionando hace un momento —dijo, sintiendo el miedo crecer en su pecho.
Una sensación de que algo estaba fuera de lo normal se apoderó de él.
Sin perder tiempo, corrió hacia la habitación de Sofía.
Mientras cruzaba el pasillo, vio una luz fuerte que se escapaba por debajo de la puerta.
Se detuvo un rato, su corazón palpitaba acelerado.
—¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? —pensó, dudando.
Tomando coraje, abrió la puerta de una vez.
Y lo que vio le hizo perder el aliento:
Sofía estaba de pie, sonriendo, abrazando a un hombre.
Pero no era un hombre cualquiera: brillaba intensamente, como si la luz del propio sol emanara de él.
Su presencia parecía llenar la habitación con una paz que Roberto no podía describir.
La pequeña Sofía reía alegremente, como si estuviera reuniéndose con un gran amigo.
El hombre de luz miró a Roberto y su sonrisa gentil lo desarmó por completo.
Roberto cayó de rodillas, incapaz de comprender lo que estaba pasando.
Intentó hablar, pero estaba sin palabras.
A pesar de toda la confusión en su mente, su corazón estaba tomado por una sensación inexplicable,
algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo: esperanza.
—¿Quién… quién eres tú? —logró preguntar con la voz débil, tartamudeando.
El hombre de luz respondió, y su voz sonó tan hermosa como un coro de ángeles,
tan poderosa como el tiempo:
—Sabes quién soy.
Y por mucho tiempo te alejaste de mí.
Pero estoy aquí para decirte: no temas.
Sofía está curada.
Las palabras golpearon a Roberto como un rayo.
Él comenzó a llorar sin saber por qué.
Era como si todas las emociones que llevaba durante años estuvieran saliendo a la superficie de una sola vez.
Sofía, aún sonriendo, corrió hacia los brazos de su padre.
Y lo abrazó con fuerza.
—Ya no estoy enferma, papá.
Entonces el hombre de luz comenzó a brillar aún más intensamente, con la luz llenando toda la habitación.
Roberto cerró los ojos, incapaz de soportar el brillo,
y cuando los abrió nuevamente, el hombre había desaparecido.
La ventana, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta, dejando una suave brisa entrar.
La habitación se sumergió en un profundo silencio, como si nada hubiera pasado.
Roberto todavía estaba de rodillas, con las manos temblorosas,
y solo pudo tartamudear:
—¿Quién era? ¿Cómo? ¿Por qué?
Pero fue interrumpido por Sofía, que sostuvo su rostro entre sus pequeñas manos y dijo,
con la sencillez de una niña pero con una sabiduría que iba más allá de sus 6 años:
—Vaya, papá, ¿no quedó claro? Era Dios… mi amigo.
Roberto no sabía cómo responder.
Las palabras de Sofía eran tan directas, tan sinceras, que no había dudas.
Aunque todo eso le parecía imposible,
sabía, en el fondo de su alma, que había presenciado algo sobrenatural, o mejor dicho, divino.
El padre abrazó a la hija con fuerza, las lágrimas corriendo libremente por su rostro.
—Te amo, mi amor —susurró, sintiendo un alivio que no podía explicar.
No era solo Sofía la que había sido curada esa noche.
Roberto también sentía que algo dentro de él había cambiado.
El vacío, la incredulidad, el dolor que llevaba durante los años de sufrimiento…
todo parecía haber sido reemplazado por una paz que nunca había experimentado antes.
Tan pronto como amaneció, Roberto llevó a Sofía de vuelta al hospital.
Al llegar allí, buscó al doctor Fabián, que estaba visiblemente sorprendido de verlos tan pronto.
—Roberto, ¿Sofía está bien? ¿Pasó algo?
—Sí, doctor.
Un milagro —respondió Roberto, con una sonrisa que sorprendió al médico—.
Quiero que le haga otro examen, por favor.
El doctor Fabián vaciló.
—Roberto, entiendo que esto es difícil, pero tiene que aceptar…
Roberto lo interrumpió, sosteniendo la mano del médico con firmeza:
—Solo haga el examen, por favor.
Confíe en mí.
Fabián suspiró, vencido por la insistencia de aquel padre desesperado.
—Bien.
Vamos a hacer un examen más.
Mientras esperaban los resultados, Roberto no salió del hospital.
Se quedó jugando con Sofía, viendo cómo estaba alegre, como si nada hubiera pasado.
Cada sonrisa suya era un recordatorio de que algo extraordinario había ocurrido anoche.
Finalmente, después de lo que parecía una eternidad, el doctor Fabián apareció en el pasillo corriendo hacia Roberto.
Estaba jadeando y sus ojos estaban abiertos, como si hubiera visto algo imposible.
—¡Dios mío, Roberto, no va a creerlo! —dijo el médico, tratando de recuperar el aliento—.
Los resultados son buenos, no hay absolutamente nada malo con Sofía… ¡ella está curada!
Las palabras del médico confirmaron lo que Roberto ya sabía en su corazón.
Sintió una ola de gratitud tan intensa que comenzó a llorar allí mismo, sin importar a quién estaba mirando.
—Lo sabía, doctor… lo sabía —dijo, sonriendo mientras lloraba.
El doctor parecía aturdido.
—Roberto, esto… esto es imposible.
La leucemia de Sofía estaba en un estado gravísimo.
¿Cómo pasó eso?
Roberto puso su mano en el hombro del médico, aún sonriendo:
—Algunos milagros no pueden ser explicados, doctor.
Solo tenga fe.
Después de unas cuantas pruebas más para confirmar, Fabián finalmente aceptó la realidad:
Sofía estaba completamente curada.
Roberto agradeció al médico por todo lo que había hecho y salió del hospital con su hija en sus brazos,
sintiendo que nunca volvería allí.
Él sabía que su vida había cambiado para siempre.
Sofía estaba curada… y él también.
Lo que antes era un corazón lleno de dolor e incredulidad, ahora estaba rebosante de amor y gratitud.
Finalmente entendió lo que significaba tener fe,
y eso le llenó de una alegría que las palabras no podían describir.
Ese día, mientras caminaban de regreso a casa bajo el sol de la mañana,
Roberto sintió que un nuevo capítulo en sus vidas estaba comenzando.
Y al igual que la historia de Roberto y Sofía,
tengo otra historia emocionante para contarte.
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¡Te espero allí!