El mar lo ARRASTRÓ y después lo trajo de vuelta muer…Ver más

La primera vez que escuché su risa fue en la puerta de mi casa, cuando todavía era un niño flaco, alto, con una sonrisa tímida que mostraba sus brackets brillando bajo el sol.
Creí que esa misma risa lo acompañaría toda la vida… pero nunca imaginé que sería precisamente el mar —ese mismo lugar donde él se sentía libre— quien se la arrebataría para siempre.

Esta es la historia de Diego.
Mi vecino.
Mi ahijado.
El muchacho que todos en el barrio querían, porque tenía ese algo especial… esa luz que no se puede comprar ni fingir.


Todo ocurrió una tarde que empezó como cualquier otra.
Diego había salido con sus amigos a la playa, esa playa donde tantas veces jugó fútbol, donde aprendió a nadar, donde soñaba con ver amaneceres con una cámara en mano para capturar “la vida real”, como él decía.

Pero aquella tarde el mar estaba inquieto.
Un viento extraño soplaba desde temprano, ese viento frío que anuncia que algo no anda bien.
Lo que nadie sabía era que ese mismo día el destino había decidido cobrar un precio que nadie estaba preparado para pagar.


A eso de las 7 p.m., escuché un golpe desesperado en mi puerta.
Era un amigo de Diego, pálido, temblando, con la voz quebrada:

“¡Se lo llevó una ola! ¡No pudimos hacer nada!”

Sentí que el corazón se me caía al suelo.

Salimos corriendo.
Todos los vecinos.
Todos los que lo querían.
Todos los que conocían esa sonrisa que ahora mismo debía estar luchando por aire bajo el agua.

Las autoridades ya estaban allí cuando llegamos.
Luces en la arena, siluetas moviéndose rápido, gritos entrecortados.
El mar, oscuro, violento… como si esconder a Diego entre sus olas fuera su único propósito.


Buscamos durante horas.
Horas que parecían días.
Horas en las que cada segundo era un golpe en el pecho.

Su madre llegó corriendo a la orilla.
No olvidaré jamás ese grito.
Un grito que atravesó el viento, las olas, el cielo entero.

“¡Mi hijo! ¡Por favor, mi hijo!”

Intentamos mantener la esperanza, pero el mar no devolvió nada aquella noche.
Ni una prenda.
Ni una señal.
Ni un rastro de vida.

Solo el silencio más cruel que he escuchado en mi vida.


Fue al amanecer cuando lo vimos.

El cuerpo de Diego apareció suavemente sobre la arena, como si el mar —arrepentido o simplemente saciado— hubiera decidido devolver lo que había tomado.

Lo vi allí, tendido, inmóvil, como si durmiera después de un día largo.
Sus brackets ya no brillaban.
Su sonrisa ya no estaba.
Solo quedaba la sombra de un muchacho que soñaba con vivir… y que ahora yacía frío bajo la primera luz del día.

Su madre se arrodilló junto él.
Lo tomó entre sus brazos, como cuando era pequeño.
Le besó la frente.
Le habló con una ternura que me destrozó el alma:

“Mi niño… ya estás en casa.”

El mundo entero se detuvo en ese instante.


El mar se llevó a Diego en un segundo de descuido, pero lo que realmente nos destruye no es la fuerza del agua…
es la fragilidad de la vida.
Es cómo, en un instante, alguien que ayer reía contigo, hoy se convierte en un recuerdo que quema, que duele, que pesa.

Yo aún paso por la orilla donde lo encontraron.
A veces, cuando el sol empieza a meterse, creo escuchar su risa entre las olas…
como si su espíritu siguiera jugando allí, libre, eterno.

Diego tenía apenas 17 años.
Tenía sueños.
Tenía futuro.
Tenía una vida que el mar se llevó sin aviso.

Y aunque hoy descansamos en la tristeza de su ausencia, sabemos que cada amanecer sobre el mar lleva un poco de él.

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