La madrugada caía suave sobre la ciudad cuando el silencio fue interrumpido por un llanto desgarrador que atravesó las paredes de una pequeña habitación hospitalaria. Era Mateo, un cantante querido por miles, pero esa noche no era una estrella… era simplemente un padre roto sosteniendo entre sus manos la ropita amarilla de su bebé, la misma que ella llevaba puesta el último día que la vio sonreír.
Aitana —así habían llamado a la pequeña— había llegado al mundo como un rayo de luz en medio de la vida turbulenta del artista. Sus manitas diminutas parecían agarrar no solo sus dedos, sino también sus esperanzas. Mateo cantaba para ella todas las noches, canciones que jamás había mostrado al público, melodías hechas de amor puro, de sueños de un futuro que ahora jamás llegaría.
Esa mañana, Aitana despertó débil. Su respiración era lenta, sus ojitos apenas se abrían. La llevaron al hospital con la urgencia que solo sienten quienes saben que el tiempo es un enemigo cruel. Los médicos hicieron todo lo que pudieron, lucharon contra lo imposible mientras Mateo y su esposa se abrazaban temblando en el pasillo, rezando a todo lo que creían.
Pero el destino, frío y silencioso, ya había decidido.
Aitana, con apenas algunos meses de vida, se apagó como una vela frágil en un viento inesperado.
Cuando el doctor salió, su expresión lo dijo todo. Mateo sintió cómo el mundo dejaba de girar. No gritó. No habló. Simplemente cayó de rodillas, con las manos en el rostro, repitiendo el nombre de su hija una y otra vez, como si al mencionarlo pudiera traerla de vuelta.
Horas después, la familia decidió vestirla con su trajecito amarillo favorito, el mismo que hacía que sus ojos parecieran dos soles diminutos. La abrazaron en silencio, como si el amor pudiera vencer a la muerte por un instante.
Mientras tanto, afuera, cientos de fans empezaban a enterarse de la noticia. Mensajes de apoyo llegaban sin parar… pero nada, absolutamente nada, podía llenar el vacío que ese pequeño corazón dejó en los brazos de sus padres.
La casa del cantante hoy está en silencio.
El cuarto de la bebé permanece intacto, como si Aitana fuera a volver en cualquier momento y pedir, con su llanto dulce, otro arrullo más.
Mateo se sentó en la mecedora donde solía cantarle y, con la voz quebrada, dejó escapar la canción que nunca imaginó cantar… una despedida hecha de amor, dolor y un susurro que se perdió en la noche:
“Mi niña, mi cielo… gracias por haberme elegido, aunque fuera por tan poco tiempo.”
La ciudad sigue su ritmo, pero para esta familia, el mundo quedó detenido en ese instante en que un ángel, vestido de amarillo, emprendió el vuelo.
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