Urge localizar a sus familiares. Está joven en la call..ver mas
La encontraron al borde del sendero, donde las hojas secas crujen como recuerdos que nadie quiere pisar. El sol, filtrado entre ramas cansadas, dibujaba sombras temblorosas sobre su cuerpo encogido. Parecía dormida, pero el sueño no se aferra así al pecho ni se protege con los brazos cruzados como si el mundo fuera demasiado grande. La joven estaba allí, en la call…, y el tiempo parecía haberla olvidado.
Nadie sabía su nombre. Nadie sabía de dónde venía. Solo estaba ese lazo blanco en su cabello, torcido, como si hubiese intentado atarlo con prisa antes de que algo se rompiera. Sus medias, gastadas por el polvo, hablaban de pasos largos y decisiones apresuradas. El uniforme arrugado era un mapa de horas difíciles, de trayectos sin destino, de silencios que pesan más que una mochila llena.
La primera persona que se detuvo no supo qué hacer. Miró alrededor, esperando que alguien más tomara la decisión correcta. El viento movió las hojas, y por un instante pareció que la joven respiraba con el bosque. Pero su respiración era débil, casi un susurro que se perdía en la luz.
“Urge localizar a sus familiares”, alguien murmuró, como si decirlo en voz alta pudiera convocarlos desde donde estuvieran. Familias hay muchas, pero la suya —la que sabría pronunciar su nombre con ternura— estaba lejos, quizá demasiado lejos.
La joven soñaba, aunque nadie podía saberlo. En su sueño, una casa pequeña se llenaba del olor del pan recién hecho. Una voz la llamaba desde la cocina. En ese sueño, el mundo era simple: había una mesa, una silla que siempre la esperaba, y un abrazo que no pedía explicaciones. Soñar era su manera de regresar.
La call… no era un lugar, era un estado del alma. Allí se llega cuando las palabras ya no alcanzan, cuando las promesas se quiebran como vidrio fino. Tal vez discutió con alguien. Tal vez huyó de algo. Tal vez solo caminó hasta que las piernas dijeron basta. Nadie lo sabía. La imagen congelada solo ofrecía preguntas.
Un anciano se acercó con cuidado, como quien no quiere despertar a un recuerdo. Dejó su chaqueta sobre los hombros de la joven. No preguntó nada. En sus ojos había una comprensión antigua: todos, alguna vez, hemos estado así de solos.
El sol avanzó, lento, marcando el paso del día. Cada minuto era una oportunidad para que alguien la reconociera, para que un rostro familiar surgiera entre los árboles y pronunciara su nombre con alivio. “Está joven en la call…”, repetían los mensajes que corrían de boca en boca, de pantalla en pantalla. No era morbo; era urgencia. La urgencia de que no se apague sin que alguien la tome de la mano.
La joven se movió un poco. Un gesto mínimo, pero suficiente para que el mundo contuviera el aliento. En ese instante, la vida reclamó su espacio. Alguien le habló suave, como se habla a quien regresa de un lugar muy lejano. Ella no respondió, pero su frente se relajó, como si esas palabras fueran un puente.
Mientras tanto, en algún sitio, una madre sentía un vacío inexplicable. Un padre miraba el reloj con inquietud. Un hermano revisaba mensajes sin respuesta. Los hilos invisibles de la familia se tensaban, pidiendo reencontrarse.
La historia de la joven no era solo suya. Era la de todos los que pasan de largo, la de quienes se detienen, la de quienes comparten la imagen con la esperanza de que el milagro ocurra. Porque localizar a sus familiares no es un trámite: es devolverle el nombre, la historia, el lugar donde su risa tiene eco.
La call… seguía allí, pero ya no estaba sola. Había manos, miradas, voces. Había una promesa silenciosa: no te vamos a dejar. El día continuó su curso, y con él, la certeza de que cada gesto cuenta, de que cada segundo puede ser el inicio del regreso.
Y mientras la luz caía, alguien volvió a repetir el mensaje, no como una advertencia, sino como una súplica cargada de humanidad: urge localizar a sus familiares. Porque cuando el mundo se detiene alrededor de una joven encogida entre hojas, lo único que importa es que alguien llegue y diga: ya estoy aquí.
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