El Rey Uche siempre estaba erecto, así que enviaba a sus guardias a raptar vírgenes en la aldea todos los días.

 

El Rey Uche siempre estaba erecto, así que enviaba a sus guardias a raptar vírgenes en la aldea todos los días.

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El Rey Uche siempre estaba erecto, así que enviaba a sus guardias a raptar vírgenes en la aldea todos los días.

El Rey Uche de Onuno era conocido por una cosa extraña: su hombría siempre estaba de pie. De mañana o de noche. Llueva o haga sol. Nunca descansaba.

Sus esposas estaban cansadas. Incluso las doncellas del palacio se escondían al oír sus pasos. Se convirtió en un rumor vergonzoso en las aldeas. Pero al Rey Uche no le importaba.

“Tráiganme vírgenes”, les dijo a sus guardias. “Frescas. Todos los días”.

Los guardias obedecieron. Cabalgaron hacia las aldeas cercanas con lanzas y caballos. Algunas muchachas fueron secuestradas del arroyo. Otras fueron secuestradas de sus hogares. Los padres lloraron. Los hermanos lucharon y murieron. Pero los guardias seguían trayendo vírgenes.

El rey las probaba una a una en su cámara real. Si una muchacha gritaba o suplicaba, la echaba. Si lloraba demasiado, la entregaba a los esclavos del palacio. Pero la mayoría de las noches, estaba satisfecho. Hasta la vigésima noche.

Esa noche, los guardias trajeron a una chica desconocida. Estaba sentada sola cerca de una cabaña derruida en el límite del bosque de Igodo. Nadie la había visto antes. Nadie sabía su nombre. Pero tenía la piel morena y suave y ojos grandes como los de un búho nocturno.

Los guardias la agarraron y la llevaron al palacio.

En la cámara, el rey se quitó la túnica y se paró frente a ella.

Ella sonrió.

Él se acercó.

Ella abrió los brazos.

Las luces de la habitación parpadearon.

Entonces sucedió.

Antes de que el rey pudiera tocarla, sus piernas desaparecieron. Su cintura se torció. Sus ojos se volvieron verdes. En menos de un segundo, se había convertido en una gigantesca serpiente negra.

El rey gritó. Los guardias de afuera entraron corriendo. Pero era demasiado tarde.

La serpiente se enroscó alrededor del cuerpo del rey Uche y abrió la boca de par en par.

El rey intentó gritar, pero no salió ningún sonido.

De repente………………….

Parte 2: “La Maldición del Bosque de Igodo”

Los gritos del Rey Uche resonaron por todo el palacio, pero se apagaron rápidamente, absorbidos por un sonido húmedo y crujiente: la carne desgarrada por colmillos imposibles. La serpiente gigantesca lo había tragado hasta la cintura cuando los guardias irrumpieron en la cámara real, espadas en alto, pero se quedaron paralizados.

—¡Por los dioses! —exclamó uno, dejando caer su lanza.

La criatura giró lentamente la cabeza hacia ellos. Sus ojos verdes brillaban con inteligencia. No era una bestia. Era algo más. Algo que llevaba siglos esperando.

—¿Qué… qué eres tú? —balbuceó un capitán, retrocediendo.

La serpiente se rió. No con la boca, sino con una voz que emergía directamente en sus mentes.

“Soy el castigo que juraron los ancestros… Soy la hija de la tierra que lloró.”

La voz era femenina. Antigua. Dolorosa. Pero poderosa.

—¡Alcen las armas! ¡Maten a esa cosa! —gritó el general, sacando su espada.

Uno a uno, los soldados cargaron contra la criatura. Pero antes de que pudieran acercarse, la serpiente se desvaneció en una neblina oscura, dejando solo un charco de sangre y los pies desnudos del rey… lo único que no se tragó.

La voz volvió a resonar, ahora por todo el palacio.

“Él fue el primero. Cada noche, uno más. Hasta que se rompa la maldición.”


A la mañana siguiente, el palacio estaba de luto. Pero el trono no estaba vacío.

Allí, sentada en el asiento de marfil, estaba ella.

Ahora en forma humana.

Vestía una túnica roja de las doncellas del bosque, pero sus ojos verdes y su cabello largo como hilos de obsidiana no eran de este mundo.

—¿Quién eres? —preguntó la reina viuda, apenas sosteniéndose en pie.

La mujer sonrió.

—Me llamo Obianuju —dijo, sin miedo—. Y he venido a terminar lo que el bosque empezó.

Un sacerdote anciano cayó de rodillas.

—Ese nombre… No puede ser…

Obianuju lo miró fijamente.

—¿Recuerdas, sabio Mazi? Fuiste tú quien me arrojó al bosque, hace veinte años. Porque nací con lengua bífida y ojos verdes.

El anciano tembló.

—¡Creímos que eras una abominación! ¡Una bruja!

—No —respondió ella—. Solo era una niña maldita por los pecados del Rey.


Esa noche, nadie durmió.

Los aldeanos decían que vieron sombras gigantes deslizarse por los tejados. En las celdas del palacio, un esclavo juró que vio al Rey Uche caminando… sin cabeza.

Y mientras tanto, en la cámara real, Obianuju se asomó por la ventana y susurró al viento:

—Mañana… otro caerá.

EPISODIO 3 – “El susurro de la serpiente”

La cámara real estaba hecha de mármol blanco y tapices dorados, pero esa noche, las paredes temblaban con un frío extraño.

Los guardias, paralizados al ver al rey atrapado por aquella criatura que había sido una joven un segundo antes, no sabían si correr o atacar. Uno de ellos, Eze, el más valiente del grupo, alzó su lanza y gritó:

—¡Bestia impía, suelta al rey!

Pero la serpiente, con los ojos ahora completamente humanos —verdes y húmedos, como si lloraran en silencio—, giró la cabeza hacia él.

—¿Impía? —dijo con una voz que resonaba como el viento entre árboles muertos—. ¿Y él, que bebió lágrimas de niñas, fue puro?

Los otros guardias retrocedieron. Nadie había oído jamás hablar a una criatura como esa. Nadie se atrevía a moverse. Solo el rey Uche forcejeaba bajo las escamas apretadas de su verdugo.

La criatura se inclinó hacia el oído del rey y susurró:

—¿Te preguntas quién soy?

Él no podía responder, pero sus ojos gritaban la pregunta.

—Soy hija de Nma, la curandera que tus hombres quemaron por no querer entregarte a su hija. La misma niña que tú mataste hace quince años cuando apenas tenía trece. Era mi hermana. Pero yo… yo sobreviví.

El cuerpo del rey se estremeció.

—La luna me protegió, los ancestros me escucharon… y ahora, vengo por ti.

De un solo movimiento, la serpiente alzó el cuerpo del rey y lo estampó contra una de las columnas del cuarto. Un crujido seco resonó como un trueno. El rey se desplomó al suelo, inmóvil, pero vivo.

—No te mataré… aún —dijo la voz—. Primero, verás todo lo que amaste volverse polvo. Primero, las esposas que tú violaste. Luego, los hijos que ignoraste. Luego, el trono mismo.

Uno de los guardias se armó de valor y gritó:

—¡Guardias, ataquemos!

Pero antes de que pudieran acercarse, la criatura alzó la cola y golpeó el suelo.

El palacio entero se oscureció.

Las antorchas se apagaron.

Y cuando la luz volvió, ya no estaba.

Solo quedó el rey, temblando en su trono roto.

EPISODIO 4 – “La Maldición Despierta”

Las paredes del palacio aún olían a azufre y miedo.

El rey Uche, con la corona caída a un lado y el rostro pálido como la cera, no hablaba. Nadie se atrevía a mencionarlo, pero todos lo veían: desde aquella noche, algo en él había muerto… o despertado.

Mientras tanto, en las afueras del reino, en el antiguo bosque prohibido de Nkem, una mujer se arrodillaba ante un altar cubierto de cenizas.

—Ha comenzado —susurró la criatura, que ahora parecía completamente humana, con largas trenzas negras y una cicatriz que cruzaba su labio inferior—. El miedo lo está consumiendo. Pero aún no es suficiente.

De la tierra, como brotando de la sangre misma del bosque, surgieron tres ancianas de túnicas negras. Eran las Umu Nne Ochie, las Madres Antiguas, brujas desterradas por el propio rey décadas atrás.

—Has despertado el pacto —dijo una de ellas, la más vieja, con los ojos completamente blancos—. Pero si tomas el trono, deberás pagar el precio.

—Estoy dispuesta —respondió la mujer.

—Entonces lleva esto —dijo otra, ofreciéndole un brazalete hecho de dientes humanos—. Mientras lo lleves, no podrás amar. Si llegas a amar, perderás tu forma y el veneno.

—¿Y si nunca amo?

—Entonces reinarás… sola, pero poderosa.

La mujer apretó el brazalete y lo colocó en su brazo. No tembló. No dudó.


En el palacio, el rey Uche reunía a sus consejeros.

—Nadie debe saber lo que ocurrió. —Su voz temblaba, pero intentaba ocultarlo—. Si esa bruja vuelve, quiero que la encuentren. VIVA.

—Majestad… —dijo Eze, el capitán—. Si me permite… hay rumores de que muchos empiezan a apoyarla. Dicen que ella es la hija del pueblo, y usted…

—¡BASTA! —gritó el rey—. ¡Ese demonio no es hija de nadie! ¡Es un engendro!

Pero esa noche, al asomarse a su balcón, vio algo que le heló la sangre: en la plaza principal, alguien había dibujado un símbolo ancestral… el mismo que usaban las familias reales antes de que él tomara el poder por la fuerza.

Y en el centro del símbolo… una serpiente coronada.


Esa misma noche, en una choza oculta entre los árboles, un joven curandero curaba una herida en la espalda de la mujer-serpiente.

—¿Por qué no lo mataste cuando tuviste la oportunidad? —le preguntó en voz baja.

Ella lo miró con tristeza.

—Porque matar es fácil. Lo difícil… es destruir el alma.

Él le sonrió con ternura.

—¿Y si yo te pidiera que no lo destruyas? ¿Que elijas vivir, no vengarte?

Ella se quedó en silencio.

Pero el brazalete en su brazo brilló con un rojo oscuro.

EPISODIO FINAL – “EL DÍA QUE LA SERPIENTE VOLÓ”

El cielo amaneció rojo sangre sobre el reino de Ndani.
No era un eclipse. No era una tormenta.
Era la profecía cumpliéndose.


El rey Uche despertó sobresaltado.
Soñó que serpientes le trepaban por el pecho, lo envolvían, y le susurraban al oído:

“Todo lo que robaste… volverá a su dueña.”

En la sala del trono, los tambores no sonaban.
Los nobles no estaban.
Las banderas estaban de luto.

Solo un papel clavado en la puerta con un cuchillo.

“HOY. EN LA PLAZA. ANTE TODO EL PUEBLO.”


La mujer-serpiente, ahora con su rostro humano completamente revelado, caminaba descalza entre la multitud.
Sus pies marcaban fuego en la tierra.
Su cabello ondeaba como una corona viva.
Y en su brazo… el brazalete de dientes humanos comenzaba a agrietarse.

El joven curandero la alcanzó, desesperado.

—No tienes que hacerlo, Amara. ¡Aún puedes vivir, aún podemos escapar!

Ella lo miró con una mezcla de amor… y lástima.

—Yo ya no pertenezco al mundo de los vivos.
—¡Sí lo haces! ¡Te amo, y eso basta!

El brazalete se partió en dos con un grito agudo.
El hechizo estaba roto.

Amara cayó de rodillas. Su cuerpo tembló.
Y por primera vez en años… lloró.


En el centro de la plaza, el rey llegó, armado y escoltado.
Pero no había soldados.
No había protección.

Solo el pueblo.
Y frente al pueblo… Amara.

—¡Bruja maldita! —rugió Uche—. ¿Vienes por mi corona? ¡Ven y quítamela!

Ella se levantó.
Con los ojos llenos de lágrimas y poder, dijo:

—No vine por tu corona. Vine por la verdad.

Le lanzó al suelo un libro viejo.
Era el diario de la madre de Amara, antigua reina asesinada por Uche.
Dentro, pruebas de la traición, la usurpación… y la sangre inocente derramada.

El pueblo leyó.
Y murmuró.
Y gritó.

El rey retrocedió.

—¡Es mentira! ¡Yo les salvé del caos! ¡Yo traje orden!

—Tú trajiste muerte —dijo una anciana—. Y ella… es hija del linaje sagrado. La verdadera reina.


La multitud avanzó.
Uche cayó de rodillas.
Y sin que nadie lo tocara… se desvaneció en cenizas.


Días después, Amara fue coronada.

Pero no vestía oro.
Vestía blanco.

Y en vez de un trono… eligió sentarse junto al pueblo, bajo el árbol más viejo del reino.

A su lado, el joven curandero.
Tomándola de la mano.

—¿Y ahora qué? —le preguntó él.

—Ahora… reconstruimos.
Sin odio. Sin venganza.
Con amor.

Las serpientes no volaban.
Hasta que una decidió dejar de arrastrarse.

FIN.

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