Joven hospitalizado tras ser pen…Ver más

Nunca pensé que un turno de guardia rutinario pudiera convertirse en una historia que me perseguiría durante meses. Soy enfermera desde hace diez años, y aunque he visto heridas terribles, accidentes inimaginables y situaciones que ponen a prueba el temple de cualquiera… lo que ocurrió aquella tarde fue distinto.

Todo comenzó cuando el sonido del timbre de emergencias rompió el murmullo del hospital.

“¡Código rojo en sala tres! Paciente masculino, trauma severo abdominal y torácico.”

Al escuchar eso, todos nos miramos. Pero cuando lo vimos entrar… el aire se nos fue de golpe.

El joven —no tendría más de 27 años— venía sobre la camilla, consciente pero en un estado de shock tan profundo que parecía estar congelado en un silencio que gritaba más que cualquier dolor. Sus ojos estaban abiertos, fijos, y sus dedos se aferraban como podían al borde de la camilla.

Y allí, sobresaliendo de su cuerpo, estaba la causa de su tormento:
un palo largo, filoso, incrustado desde la zona baja del abdomen, atravesando su torso casi completo.

No era un objeto limpio, ni recto, ni pequeño. Era una varilla de madera, áspera, sucia, de esas que suelen quedar tiradas en los campos después de labores agrícolas. Y sin embargo… allí estaba, desafiando toda lógica anatómica, todo cálculo de supervivencia.

Aun hoy no entiendo cómo seguía respirando.


Mientras los médicos evaluaban su estado, yo permanecía a su lado, sosteniéndole la mano. Sentía el frío de sus dedos, el temblor sutil que aparecía cada vez que intentaba inhalar más profundo, como si su propio cuerpo le recordara que cada movimiento lo llevaba al borde del desmayo.

“No te duermas, ¿sí? Quédate conmigo. Ya estás aquí, ya te vamos a ayudar.”
Le hablé así, bajito, como quien intenta retener a alguien que está descendiendo a un lugar del que tal vez no pueda volver.

Su respiración era corta, entrecortada, pero sus labios se movieron apenas.

“No fue mi culpa…”

Una frase tan simple… y tan cargada de desespero.


Minutos después llegó la información del accidente.
El joven trabajaba cargando materiales para una construcción rural. Resbaló sobre tierra húmeda mientras transportaba una herramienta pesada. Al caer, fue empalado por una rama larga y rígida escondida entre arbustos secos.

No hubo pelea.
No hubo imprudencias temerarias.
Solo un error del destino…
Una desgracia que escogió al azar.

Y pensar que salió caminando del lugar, pálido, doblado, hasta encontrar ayuda… aún me resulta imposible imaginarlo.


Cuando llegó el cirujano principal, la sala se llenó de una tensión densa como el vapor de un sauna. Todos sabíamos que el procedimiento era extraordinariamente delicado. La rama había rozado órganos vitales, perforado músculos, desplazado costillas… pero no había tocado una arteria mayor.

Un milagro.
Un milagro sostenido por un hilo.

Antes de llevarlo al quirófano, el joven me buscó con la mirada. Ya no hablaba, pero la expresión en sus ojos era la súplica más clara que había visto en años:

No me dejen morir.

Le apreté la mano.
No puedo olvidar la sensación de su piel helada, aferrándose a la vida con una fuerza que desafiaba la lógica.


La cirugía duró casi tres horas.

Tres horas en las que todos en emergencias caminábamos sin querer alejarnos demasiado, como si el silencio pudiera quebrarse si nos movíamos con demasiada brusquedad.
Tres horas en las que la respiración del hospital parecía contenerse junto a nosotros.

Finalmente, salió el cirujano.

Llevaba la mascarilla manchada, la mirada exhausta… pero había un destello de triunfo en sus ojos.

“Está vivo.”
Un suspiro recorrió el pasillo.
“La madera no tocó el corazón. Tendrá un largo proceso de recuperación, pero… lo logramos.”

Sentí que mis piernas se aflojaban.
No era mi familia, no era mi amigo, pero a veces —muy pocas veces— un paciente se te mete al alma antes de conocer su historia.


Días después, volví a verlo.

Estaba sentado en la cama, más estable, con un suero conectado y el pecho vendado. Cuando me vio entrar, levantó un poco la mano, débil pero consciente, y murmuró:

“Pensé que no iba a despertar…”
“Pero despertaste,” le respondí con una sonrisa que no pude evitar.
“Gracias… por no dejarme ir.”

No le dije que yo no había sido la heroína.
No le dije que la vida a veces juega con una moneda trucada.
Solo asentí, porque a veces lo único que una persona necesita es saber que alguien estuvo allí.

Y yo estuve.

Aquel joven sobrevivió a algo que habría terminado con cualquiera.
Y aunque su cuerpo tardará meses en recuperarse… su mirada ya había recuperado algo incluso más valioso:

la esperanza.

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