“Mamá puede comer solo medio plato de arroz al día, hasta un tamal de 10 pesos me alcanza para tres comidas… Solo por favor, no me echen a la calle.”
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Desde el día en que don Ernesto falleció, la vieja casa en el centro de Puebla, justo frente al zócalo, valuada en millones, se volvió de repente un manjar codiciado por hijos y nietos.
Doña Carmen, hoy con 86 años, vivía con lo justo, aferrada a los recuerdos construidos con su esposo a lo largo de más de cincuenta años. Esa casa no era solo paredes y tejas: era su vida, su historia, su santuario.
Cuando don Ernesto aún vivía, los hijos mantenían cierto respeto, aunque distante. Pero en cuanto cerró los ojos para siempre, todos mostraron su verdadera cara.
Uno habló de cambiar la escritura de la propiedad, otro sugirió vender la casa y repartir el dinero. Incluso hubo quien prometía con voz melosa:
“Mamá, vente a vivir con nosotros a Querétaro. Nosotros te cuidamos. Vendemos esta casa, usamos el dinero para invertir en el negocio… y tú podrás vivir mejor, sin preocupaciones.”
Doña Carmen solo sonreía con tristeza:
— Esta casa es el fruto del trabajo de tu padre y mío. Aquí nacieron ustedes, aquí están las cenizas de los abuelos. ¿Dónde voy a poner el altar si la vendemos?
Pero sus palabras caían en el vacío.
A sus hijos ya no les importaba el respeto, ni el cariño, ni la sangre. Solo veían números, billetes, escrituras.
Hasta que un día, después del almuerzo, el hijo mayor —Julián— golpeó la mesa con fuerza y alzó la voz:
— Mamá ya está grande, ¿cuánto más va a vivir? ¿Para qué guardar esta casa? ¡Firme los papeles ya! Así repartimos entre todos y evitamos pleitos.
Doña Carmen no respondió.
Después de casi un siglo de vida, de criar hijos con amor y sacrificio, ahora la miraban con ojos duros, como si fuera una carga.
Una lágrima rodó por su mejilla ajada, en silencio.
Ese día se reunieron todos: los hijos, las nueras, incluso un abogado. Llevaron los papeles, listos para hacerla firmar.
Cuando se negó, la nuera —Maritza— explotó:
— ¿Cree que todavía puede quedarse sentada aquí como si nada? ¡Si ya no trabaja! ¡Mantenerla cuesta caro cada mes! ¡Ya basta, señora!
Aquella noche, doña Carmen se quedó sola frente al altar familiar. Encendió un incienso, el humo subía lento, como si quisiera alcanzar a don Ernesto en el más allá.
La luz tenue iluminaba su rostro cansado, y en sus ojos ya no quedaba tristeza, sino una paz resignada.
— ¿Cómo puede una madre volverse una carga para los mismos hijos que llevó en su vientre? —murmuró.
La casa, que antes vibraba con risas, cumpleaños y posadas, ahora solo era un cascarón lleno de avaricia.
Las paredes que un día escucharon cuentos, oraciones y canciones, ahora solo eran testigos mudos de la ingratitud.
A la mañana siguiente, sin decir palabra, doña Carmen tomó su bastón, una bolsa con algunas ropas, y se fue caminando despacio.
Nadie la detuvo.
Nadie preguntó a dónde iba.
Pero lo que ellos no sabían…
…es que al marcharse, no era ella quien perdía un hogar,
eran ellos quienes perdían a su madre.
Y hay pérdidas que el dinero jamás podrá comprar de vuelta.