La noche había caído sobre la pequeña comunidad de Santa Esperanza con una quietud extraña, como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración. Las luces de las casas titilaban débilmente, y el murmullo habitual de los vecinos se había apagado hacía horas. Nadie imaginaba que, en cuestión de minutos, la oscuridad sería testigo de una tragedia imposible de olvidar.
Don Ernesto caminaba solo por el camino de tierra, con la camisa desabrochada y el rostro cubierto de un sudor frío. Todos lo conocían como un hombre trabajador, un padre dedicado que mantenía a su familia con esfuerzo. Pero desde hacía semanas, algo en él había cambiado. Su mirada se había vuelto opaca, la voz se le quebraba sin motivo y, a veces, parecía hablar con personas que no estaban ahí. Su esposa, Clara, intentó buscar ayuda, pero él se negaba. Decía que podía controlar lo que sentía… aunque no entendía que lo que lo devoraba por dentro ya era más fuerte que él.
Esa noche, su mente se nubló por completo.
Los vecinos escucharon primero los gritos. Después, un silencio abrupto que heló la sangre de todos. Cuando los primeros curiosos corrieron hacia la casa, lo que encontraron fue tan devastador que por un momento creyeron que se trataba de un mal sueño. Los cuerpos de Clara y de sus tres hijos yacían tendidos en el suelo, cubiertos con sábanas que no lograban esconder el horror que había ocurrido minutos antes. El corazón del pueblo entero se rompió de golpe.
Don Ernesto estaba arrodillado a unos metros, sin decir palabra, con las manos manchadas y la mirada perdida. No intentó huir, no habló, no lloró. Parecía un hombre vacío, como si lo que había hecho no lo hubiera cometido él, sino algo que lo había poseído en un instante de profunda oscuridad.
La multitud comenzó a reunirse, cada vez más grande, cada vez más angustiada. Las madres abrazaban a sus hijos, los padres apretaban los puños con impotencia, los ancianos murmuraban plegarias entre lágrimas. El aire se llenó de sollozos y de preguntas sin respuesta.
¿Cómo pudo pasar algo así?
¿Por qué nadie vio las señales?
¿En qué momento un padre que amaba tanto se perdió a sí mismo?
Las autoridades llegaron, pero ya era demasiado tarde. Lo único que quedaba por hacer era recoger los cuerpos, cubrirlos con respeto y encender velas alrededor, mientras el pueblo entero se mantenía en silencio, iluminado solo por la luz temblorosa de las llamas.
Esa noche, Santa Esperanza no durmió.
Esa noche todos entendieron que la tragedia no siempre llega desde afuera…
A veces nace dentro de alguien que ya no puede luchar más.
Y lo más doloroso es que sus últimos pensamientos quizá fueron para la familia que, en lo más profundo de su corazón, él todavía amaba.
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