Yo me llamo Ramona y llevo viviendo en este pueblito perdido entre montes y caminos de tierra desde hace más de ochenta años. He visto nacer, crecer y marcharse a generaciones enteras. Pero jamás, en todos mis años, había sentido un silencio tan pesado como el que cayó sobre nosotros el día que encontraron al pequeño Loan.
Aún recuerdo cuando lo vi correr por última vez. Era chiquito, inquieto, con esos ojitos curiosos que parecían querer tragarse el mundo entero. Su madre lo llamaba desde la puerta, y él siempre respondía con una sonrisa que iluminaba hasta los rincones más oscuros de este lugar. Nadie podría haber imaginado que el destino sería tan cruel con un niño tan puro.
Aquella mañana, el pueblo entero se despertó con un rumor que helaba la sangre.
—“No aparece Loan…”
—“Dijo su mamá que salió solo un momento…”
—“Están buscando por los caminos, por los montes…”
A medida que avanzaba el día, los murmullos se convirtieron en gritos desesperados. Llegaron patrullas, perros de búsqueda, voluntarios. Las camionetas levantaban polvo mientras la gente corría de un lado a otro, atravesando arbustos, arroyos, matorrales, como si la vida del niño dependiera de cada paso.
Yo, desde mi ventanita, los miraba pasar. Y apretaba mi rosario.
A mi edad, una siente cuando algo malo se acerca.
El atardecer cayó sin noticias.
La noche se volvió interminable.
Y al amanecer del día siguiente… el horror nos golpeó a todos.
Fue cerca del monte viejo, donde los caminos se vuelven tan estrechos que apenas cabe un coche. Desde mi casa escuché el sonido de las sirenas. Me acerqué todo lo que pude, apoyándome en mi bastón, y ahí fue cuando lo vi:
Agentes vestidos de blanco, levantando un cuerpo pequeño, envuelto con cuidado, como si aún pudieran protegerlo del frío.
El cuerpecito de Loan.
Mi corazón se rompió dentro del pecho.
Yo lo había arrullado cuando era apenas un bebé. Yo había visto su primera bicicleta, su primer diente caído, sus primeros pasos frente a la plaza. Era un pedacito de vida que todos en el pueblo queríamos como si fuera nuestro.
Y verlo así…
Ay, Dios mío… ver a un ángel apagado antes de tiempo es un dolor que no se puede explicar.
La madre llegó minutos después.
Yo no olvidaré jamás el alarido que soltó, un grito que se clavó en las ramas, en los techos, en nuestras almas. Cayó de rodillas, golpeando la tierra, como si quisiera arrancarle respuestas al suelo que le había arrebatado a su niño.
Los policías intentaron levantarla, pero ella solo repetía:
—“Mi hijo… mi hijito… ¿por qué? ¿por qué?”
Y nadie tenía respuesta.
¿Cómo se explica lo inexplicable?
¿Cómo se consuela a una madre que se queda sin la mitad de su alma?
El pueblo entero se llenó de sombras.
Las calles vacías.
Las miradas perdidas.
Hasta los pájaros dejaron de cantar.
Yo me senté frente a mi casa, con las manos temblorosas, pensando en todas las historias que había vivido. Pero nada, absolutamente nada, se comparaba con esta tristeza. La muerte de un niño es una herida que ni el tiempo sabe cerrar.
Lo más cruel es que Loan tenía apenas unos añitos.
Tenía planes, sueños, un futuro que nunca conocerá.
La vida se le fue como se apaga una vela en medio del viento… de un soplido injusto, sin razón, sin aviso.
Hoy, mientras miro el lugar donde lo encontraron, siento que algo dentro del monte también murió con él. Los árboles parecen más quietos, las hojas más pesadas.
Loan ya no corre entre ellos.
Ya no ríe.
Ya no grita su nombre cuando juega.
Y nosotros, los viejos del pueblo, sabemos que esta comunidad jamás volverá a ser la misma.
A veces, cuando cae la tarde y el viento sopla suave, me parece escuchar sus pasitos otra vez. Quizás sea mi imaginación… o quizás sea su manera de recordarnos que estuvo aquí, que existió, que amó y fue amado.
Loan no se perdió en vano.
Su recuerdo será una marca eterna en cada corazón que lloró por él.
Y ojalá, donde esté ahora, corra libre, sin miedo, sin dolor… como el angelito que siempre fue.
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